De paraísos y reinados, de Evas y Almas
Las flores de este paraíso nos dicen
a todos
que esta tarde somos parte del
jardín.
Con el pudor de los sobrevivientes
podemos decir que somos felices
Cristian Alarcón. “El Tercer Paraíso”
Justo
estoy terminando de cosechar las últimas flores del verano cuando me cae en mis
manos el libro “El tercer paraíso” de Cristian Alarcón, que me ofrece todas sus
ternuras a la vez que la pregunta inconsciente: con cuántos jardines cuento yo en
mi haber, o de cuántos paraísos me vengo sosteniendo.
Preparo
un mate. Le agrego un mix de yuyitos que he dado en llamar Reina de Reyes: hojas de higuera, mora y frambuesa,
flores de alfalfa y caléndulas.
Me
siento una reina en mi jardín, mi reino.
Y recuerdo el jardín de la casa de Martínez, el limonero y las rosas
chinas, tan de abuela con macetas, helechos, gomero, hiedras y palmera. Todos
los jardines en Martínez aún hoy tienen palmeras. Cuando mis padres se mudaron
al valle vinieron las macetas con todo lo enumerado inclusive una palmera que
debió sufrir tremendamente en un clima con -15° bajo cero, pero mi madre la
supo plantar en un rincón resguardada del viento patagónico y creció
enormemente. En este mismo espacio hubo dos pinos, un aromo, rosales, rocallas
con siemprevivas, amapolas, coquetas, primaveras y prímulas y bulbos de
tulipanes, narcisos y crocus.
La belleza comienza en la maravilla
de las flores,
tan hermosas como finitas,
en las que siempre veremos el
misterio
que no puede ser resuelto.
Cristian Alarcón. “El Tercer Paraíso”
Allí vivimos 15 años hasta que el dueño de la casa, la que nunca había habitado porque a su esposa no le gustaba, nos la pidió para ir a morir. Si, era una casa tan grande que reuniría a sus hijos con los pasaría su último año de vida. Todavía recuerdo a mi madre indicándole dónde asomarían sus bulbos la próxima primavera o cómo mantener el rosal trepador para que dé más pimpollos. Nos llevamos gajos y macetas, a un jardín de una nueva casa de la colgaban un almendro, una santa rita, una parra y una higuera de los patios de los vecinos linderos. Mi mamá volvió a armar un nuevo paraíso, esta vez eligió abedules y una pequeña fuente con gran cantidad de plantas, muchas macetas con gajos y nuevos bulbos. Era el patio de mi Taller Literario que disfrutamos los chicos de Carrusel y nuestros amigos. Se llenó de música y cantos y cuentos. Magnífico. Descolló el día de mi casamiento que espontáneamente se armó baile y se sumaron los vecinos a una banda de familiares que llegaron de lejos.
Cuando
luego de 23 años de esa fiesta hubo que desarmar la casa al morir mi madre, decidí
llevarme gajos de sus plantas y me enternecí al descubrir que aún se conservaba
el helecho traído de Bs.As. También me dí cuenta de que no me gustaban los
helechos pero que no podía dejar de hacer una plantín para llevármelo y
atesorarlo. En esta difícil etapa de duelo, mi pareja fue el sostén que con
“manos verdes” reprodujo todas sus plantas sin necesidad de cargar con el
esfuerzo de las macetas. Es muy curioso cómo me sigue seduciendo años después
al mostrarme el devenir de sus plantas fuertes, floridas, enteras, que fueron
apenas pedacitos de ramitas enclenques y debiluchas. O carozos o semillas.
-Les
gustó el lugar-me dice.
No
por ser carente de orgullo sino porque sabe que conmigo esa falsa modestia es
un arma de seducción. Me muestra el tremendo helecho que hizo del de mi madre, me
muestra los rulos que van naciendo con sus pelitos erotizantes, y sabe que me
rindo a sus pies.
Para entonces, yo ya había hecho mi propio paraíso. Pero para esto estudié un año entero un curso de jardinería general y otro año de paisajismo. Y aún sigo especializándome en arómaticas y plantas autóctonas, flores comestibles y todo aquello que se convierta en infusión. Tengo una huerta redonda, un roble de 25 años que es el mismísimo gigante, tres abedules, un gingko, un acer, un arrayán, un cerezo, un limonero y un pelonero. Algunas plantas las elegí y otras fueron regalos. Así fue el ceibo que llegó de las manos de un amigo misionero, o la higuera de mi suegro.
Sufrí con la caída de dos aromos gigantes, que se partieron al medio en una tormenta de viento. En uno estaba la casita de juegos que habíamos hecho con mi hijo cuando era niño y que él reconstruyó con sus amigos adolescentes como refugio para ir a fumar, subiéndola a una rama más alta e ingeniándose con un sistema de sogas para subir.
Aprendí que los árboles también se hacen abuelos como nosotros y algunos van muriendo. Aprendí que las plantas alimentan el cuerpo, y también el alma, con sus hojas, frutos, flores, semillas, cortezas, raíces. Que la sombra y el sol son necesarios. Que este jardín es refugio mío y de los pájaros, lombrices, mariposas y bichitos. Es vergel, es trabajo, es pausa, es humus, es musgo y hongos. Es tiempo y estaciones, es euforia, explosión, brote, nieve, rocío. Es cuidar, es mimar, es ritmo.
Me levanto y huelo el olor a otoño que se viene, la tierra va cambiando con su tiempo, sigo clavando la palita y sacando plantines de roblecitos para regalar.
Pienso en Alma Witthaker, la protagonista de un libro maravilloso que leí hace
mucho, llamado “La firma de todas las cosas” escrito por Elizabeth Gilbert.
Muchas veces viene ese personaje a mi memoria, la adorable Alma creció entre
plantas, herbarios e invernaderos, y tuvo piedra libre para pensar, razonar,
saber, conocer, preguntar e investigar, aún siendo una mujer de 1800. Era brillante,
deseosa y apasionada por el conocimiento de la botánica. Y un día cuando cree
que tiene todo el control de su taxonomía, descubre con asombro el mundo de los
musgos. Lupa en mano, dibuja y describe un bosque magnífico y diminuto. Y cuando
cree tener todo el control del mundo racional escribiendo teorías cercanas al
evolucionismo de Darwin, se enamora, de un hombre igual de apasionado por las
plantas que ella, pero filosófica e ideológicamente distinto. Me encanta ver la
trama de búsquedas que Alma hace al tratar de entender al otro en su
espiritualidad, una otredad etérea. Me encanta esa confrontación de las ideas,
ese quiebre, esa dualidad entre la racionalidad, la ciencia, el método, la
realidad versus lo divino, lo espiritual, la magia, la utopía y los sueños.
Me siento en ambos mundos, encontrando las carpetas de paisajismo de mi propio jardín, con los manuales de arbustos y sus anotaciones con nombres científicos, las flores clasificadas por color y estación. Reconozco mi letra pero no me reconozco cabalmente. Con el tiempo mi jardín devino en cientos de plantas con formatos distintos, lugares de recreo, la puerta de la casa de mi abuelo colgada en la pared, piedras y troncos, piñas, llamadores de ángeles, campanas y cencerros, botellones antiguos, bebederos y casitas para pájaros, fanales con velas y unos chulus extraños de no sé qué cosmogonía pero que alguien me regaló para la bienaventuranza. Todas nuestras creencias se conjugan en lo que creamos, y así de ecléctica me siento. De libre también. Y sin embargo.
Está
cayendo la tarde, refresca y necesito un té. No dudo que sea “La hora de las magas”, es un blend exquisito
que ya les contaré estoy diseñando. Escucho una música vieja gracias a la
invitación de Cristián a hacerlo, es la chilenísima Violeta Parra en La
Jardinera, tantos recuerdos me trae! Querido Chile. Ya les contaré en otra
entrada, no hay apuro y hay tanto…
Para olvidarme de ti
Voy a cultivar la tierra
En ella espero encontrar
Remedio para mi pena
Aquí plantaré el rosal
De las espinas más gruesas
Tendré lista la corona
Para cuando, en mí, te mueras
Para mi tristeza, violeta azul
Clavelina roja pa mi pasión
Y para saber si me corresponde
Deshojo un blanco manzanillón
Si me quiere mucho, poquito o nada
Tranquilo queda mi corazón
Creciendo irán, poco a poco
Los alegres pensamientos
Cuando ya estén florecidos
Irán lejos tus recuerdos
De la flor de la amapola
Seré su mejor amiga
La pondré bajo la almohada
Para dormirme tranquila
Para mi tristeza, violeta azul
Clavelina roja pa mi pasión
Y para saber si me corresponde
Deshojo un blanco manzanillón
Si me quiere mucho, poquito o nada
Tranquilo queda mi corazón
Cogollo de toronjil
Cuando me aumenten las penas
Las flores de mi jardín
Han de ser mis enfermeras
Y si acaso yo me ausento
Antes que tú arrepientas
Heredarás estas flores
Ven a curarte con ellas
Para mi tristeza, violeta azul
Clavelina roja pa mi pasión
Y para saber si me corresponde
Deshojo un blanco manzanillón
Si me quiere mucho, poquito o nada
Tranquilo queda mi corazón
Violeta Parra
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