Seda y de cómo los viajes son más que un ida y vuelta…la hora de las magas
Esta es una historia de amor. No, me corrijo. Son tres historias de amor. Pero no solamente eso.
Seda es una historia de amor que nunca llegará a ser y es por eso que uno queda flotando como un pájaro en el aire.
Morir de
nostalgia por algo que no vivirás nunca
Dice Hervé Joncour
Alessandro Baricco, “Seda”
Seda nos deja imaginar exploradores que atraviesan
mundos, esos viajeros tan aventureros como contrabandistas con audacias y
cansancios infinitos de tanto andar. Al igual que un cuento maravilloso, su
autor nos seduce en cada viaje con una misma fórmula con pequeñas variantes, un
juego con el lector que va recitando o tal vez cantando los kilómetros precisos
y la exactitud de los días, las fronteras, Europa y los trenes de vapor, las
cabalgatas y la estepa rusa, Siberia y los Urales, lagos misteriosos, ríos que
llenan los océanos, puertos y esperas, barcos y costas, cielos y caminos que
recorren bosques. Hasta llegar a Japón o al fin del mundo. Para comprar huevos
de gusanos de seda. A pie...rodeó, cruzó, llegó, confió, negoció, creyó, tomo
té, volvió. Y sin embargo.
“Se
detuvo, dio gracias al Señor y entró en el pueblo a pie, contando sus pasos,
para que cada uno tuviera un nombre, y para no olvidarlos nunca más.”
Y porque el futuro está construido por el deseo, la
seducción, el placer de la seda en el cuerpo, lo invisible en las manos; vuelve
y sobrepasa al miedo a la muerte cuando estalla la guerra.
“Tenía
tras de sí un camino de ocho mil kilómetros. Y delante de sí la nada. De
repente vio algo que creía invisible. El fin del mundo.”
Me encantó esta edición con unas ilustraciones bellísimas
de Rébecca Dautremer que completan y redimensionan el disfrute de la lectura. Nos
hace volar así de libres, adonde los pájaros quedan encerrados en la libertad
de su pajarera, y quedar presos de amor
cuando surcan el cielo.
"Subieron juntos
la falda de la colina, hasta llegar a un claro donde el cielo era surcado por
el vuelo de decenas de pájaros con grandes alas azules.
-La gente
de aquí mira cómo vuelan y en su vuelo lee el futuro. Dijo Hara Kei."
Para acompañar el libro y estar a la altura de las circunstancias, elegí tomar un té típico de Japón, llamado Sencha. Lo nombré:
La Hora de las Magas y es un blend con base de té verde Sencha y hojas de mora, higuera y frambuesa, cascaritas de pomelo, ralladura de cúrcuma y coriandro.
Lo preparo en mi kyusu, mi tetera japonesa con mango lateral y lo sirvo en cuencos sin asa. Abrazo el cuenco con mis dedos, lo anido, cual maga.
El Sencha o Shincha es un té verde muy popular en Japón cuya
invención se le debe al japonés Soen Nagatani (1681) que en 1738, o sea a sus
58 años, revolucionó la elaboración del té con el objetivo de que llegue a más
personas, quienes no tenían acceso al “matcha” (té verde en polvo bebido sólo por
una pequeña aristocracia de sacerdotes budistas, nobles o samurái y que luego
será centro de la ceremonia llamada Chanoyu) o al té “sombreado” (al que las
autoridades no permitían elaborar sin autorizaciones o más bien libremente, y
que consiste básicamente en poner telas sobre las plantaciones para que no
llegue el sol pleno, así devino en “Gyokuro” de sabor suave y delicado). Bien, pues, Soen fue, es y será fan de
multitudes. Desde cuando se le ocurrió “amasar” las hojas de té, o sea
enrollarlas y secarlas al mismo tiempo, hasta nuestros días que amamos la sutil
formación de una hojita enrulada a lo largo, cual aguja, seca, verde intenso, crujiente,
sabor dulce y amable…
Hoy el Sencha se cosecha en primavera y se pasa por vapor
antes de enrular y secar. Luego del enrulado queda la hoja aplastada, lisita,
sedosa. Cada fábrica tiene su impronta respecto de cuánto tiempo se le da de
vapor. El vapor detiene la oxidación y resalta los polifenoles. Esto se notará en el
paladar otorgando suavidad, con poca astringencia y un sabor a algas, a
vegetales hervidos dulces, sin nada de amargor. Por supuesto que el
desprendimiento de cada sabor dependerá de la temperatura del agua. Los
japoneses te enseñan a enfriar el agua, es decir a irle bajando la temperatura
en sucesivas infusiones. Es para apreciar como un abanico de sabores, cada uno
distinto al otro. Se suma a esta fiesta del paladar que el licor es
preciosamente verde intenso y brillante.
Hoy el 80% del té que exporta Japón es Sencha y a pesar de
la introducción de mucha tecnología y maquinarias en las fábricas de té (un
país de avanzada al respecto) aún hoy conservan sectores de manufactura estrictamente
artesanal. De Shizuoka Hand Made Tea Clubes es una fundación que desde 1959 tiene
como objetivo rescatar la tradición del té elaborado a mano.
Me embarga una pasión absoluta, cuando revivo las
historias de los “primeros”. El té llega a Japón gracias a los monjes y sus
viajes a China. De allí llegan semillas de la planta de té de la mano del
budismo zen. Es famoso el sacerdote Eisai pues además de sembrar té y
espiritualidad, escribió el más viejo libro japonés conocido en la materia que
llamó “Cómo estar saludable bebiendo té”, Kissa Yojo Ki, circa del año 1200.
Instaló el consumo en los monasterios, como estimulante para estar despiertos,
y luego en la clase política y militar. Tuvieron que pasar más de cinco siglos
para modificar esa tendencia y que el té se popularizara o lo bebiera el
pueblo.
Eisai hablaba en este texto de la salud del cuerpo, de
los “efectos armonizantes que tiene el consumo del té sobre los 5 órganos”
(corazón, hígado, pulmones, bazo y riñones) y uso sus mismas palabras “evitando
los malos espíritus”, así llamaba a las enfermedades de cuya causa eran los
descuidos del ser humano motivo de sus excesos. Así que “debe beberse mucho té
porque así se reconstituye toda la energía física y se fortalece el espíritu
que anima la existencia”.
Bueno, hete aquí que arranqué con Hervé mi personaje de
1861 del libro Seda, mediados de Siglo XIX (amo este siglo) y me fui me fui por
historias recorridas en la memoria de Japón. Todas éstas traen tremendos viajes
y expediciones. El camino de la seda, del té y de las especias, es compartido. Misioneros,
médicos, biólogos, naturistas, zoólogos, que más de una vez aprovechaban los
barcos de la Compañía de Indias, y un siglo después las caravanas terrestres de
otros nobles y comerciantes; iban documentado sus viajes, entre fortunas e
infortunios, pasiones y desesperanza; escribiendo manuales y diarios, investigando
y dejando fieles testimonios. En las bibliotecas a las que me asomo, encuentro
incunables con dibujos botánicos hechos por tales viajeros que a la vez tenían
discípulos y que pensaron en relevar, ordenar, clasificar la flora y la fauna
del mundo entero. El siglo del que hablo es el que pone a la ciencia por encima
de la religión.
Soy una buscadora de historias. Me euforiza encontrar
nuevas historias. Voy enlazando las nuevas y recordando una y otra lectura
vieja. Yo también, de alguna manera
emprendo viajes. Ante cada historia dejo de ser la que había sido hasta
entonces. Son muchos los tiempos remotos
y son muchas las historias a contar, individuales y colectivas. Por suerte,
también son muchos los tés que tengo para compartir.
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